viernes, mayo 11, 2007

Podría ser yo.



Nací y tuvieron que aislarme, porque llegaban las imágenes y se me estrellaban el la cabeza. Llegaban los sonidos y se me enterraban en los oídos. Las palabras se me salían por las manos y la boca y lo que más avergonzaba a mi madre era que me desnudaba a la menor provocación. Eso último no se me ha quitado.

Fui una niña feliz, porque en mi casa había una gallina que todos los días me daba un huevo. ¡Qué huevos los de la gallina! Después de desayunar me iba a la escuela en el coche de mis vecinos. Ellos fueron mis compañeros de aventuras, con ellos me robaba los clips de la papelería, que más tadre, qué ironía, sería mía y de mi tía Analía.

Cuando me hice adolescente me tatué un alambre de púas alrededor del ombligo, pero al parecer esas púas no pican, porque los ombligos de los demás parecen disfrutarlas.
A los 18 años me salí de la casa materna, sin suéter.

Empecé a vender un líquido que inventé, que servía para fijar las máquinas de escribir a los escritorios de madera. Con el boom de las computadoras, mi negocio quebró y me casé con uno de mis vecinos, que, si bien no era millonario, tenía una posición holgada. Bueno, tenía varias posiciones, pero no contaré nuestras intimidades. Nos divorciamos por culpa de mi cuñado, que me enamoró. Tuvimos una hija que heredó mis tobillos y mi necesidad de desnudarse.

Actualmente me dedico a comercializar maíz transgénico y siento que puedo morir en paz, al lado de mi gallina de la infancia, que ya pesa 54 kilos, gracias a los granos que le doy.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajaja hermoso