sábado, octubre 07, 2006

Con las trenzas bien amarradas


Inspirado por Jesusa Rodríguez.


Maria trabajaba todo el día. Sus manos y espalda estaban lastimadas, a veces sangrantes de tanto cargar, mientras que los curiosos sociólogos disfrutaban de pasear por el monte para analizar después, sentados en una sala azul de terciopelo, bebiendo un café cargado y degustando suculentos panes, las interesantes actividades que los nativos realizaban dentro de esa sociedad tan alejada del mundo.

Estos hombres se fascinaban con la manera que los habitantes del monte tenían para transportar el agua, para bajar las frutas de los árboles, para cercar a los animales que les daban todo. Estaban incrédulos ante la felicidad que se respiraba en esa comunidad. Sacaban fotos de los ancianos cosiendo extraños sombreros, grababan los cantos que los niños entonaban al amanecer como alabanza al sol para asegurar que el día fuera afortunado, imitaban los delirantes sonidos de los pájaros e insectos que retacaban el aire al atardecer. Una profunda investigación científica, exhaustiva para la mente, no así para el cuerpo.

Estos investigadores eran en lo que Maria trabajaba. No, no les explicaba nada, no les mostraba lugares secretos. Simplemente se agachaba, respiraba y esperaba a que uno de ellos subiera a su espalda para así obedecer la dirección que marcaban los fuetazos. Sí, Maria trabajaba como mula, literalmente.

¿El organizador de la actividad?, un reconocido historiador, que encontró esa manera de abrir los horizontes de las culturas escondidas a todos los estudiosos de una forma barata, simple y pintoresca.

Con Maria trabajaban otras ocho mujeres. Me parece que sus nombres eran algo complicados; casi todos eran el nombre de una flor o de un ave en un dialecto que no conozco. Por eso era mejor llamarlas “Maria”. Y no era que los jinetes hablaran con ellas por sus nombres, era sólo que el patrón, el señor Quiroga, tenía una lista en una hoja amarilla para pagarles cada fin de jornada. Así él organizaba si le había pagado a Maria uno, a Maria dos, a Maria cinco o a quién.

¿Y cuánto le pagaban?
Cada paseo que Maria (cualquiera de ellas) proporcionaba, le daba la oportunidad de tener cobijas por la noche, y derecho a consumir los frutos de su siembra. De su propia siembra. ¿Y cómo negarse?, si estaba convencida de que lo que sus manos plantaran, hornearan, amasaran, pelaran o guisaran, era todo lo que ella y su marido (de quien por el momento no hablaré) necesitaban para vivir. Era capaz de conseguir cosechas de los alimentos y especias más alucinantes para el paladar que cualquier otra. Tenía secretos, de esos que las bisabuelas guardaban para dar amor en cada plato.

El orégano debía agregarlo formando una cruz, para que nutriera el alma; las semillas de chile, tomarlas entre el dedo anular y el pulgar, para que el efecto fortaleciera el corazón y la voluntad a la vez; el pan, antes de ser servido, debía traerlo abrazado mientras se calentaba el café, para que así estuviera un rato en contacto con sus senos y se volviera delicioso.
Y todo eso, después de trabajar.

Maria no había vivido así toda la vida. Fue hasta que el señor Quiroga entró al monte, con sus lentes, sus libros y su lista de colegas. Desconozco, o quisiera desconocer, como fue que el señor Quiroga le explicó que debía trabajar para él, y cómo le enseñó las reglas de la empresa:

1.- No avanzar hasta no sentir el fuete (izquierda o derecha, según el lugar del golpe).
2.- Una vez depositado el investigador en el suelo al final de cada paseo, mantener su posición de mula y levantar su falda para dar al investigador la opción de servicio completo.
3.- Asistir a la jornada ya comida y bebida, para no tener que parar.
4.- Llevar sus cobijas cada amanecer, a la oficina del señor, y recogerlas por la noche, sólo en caso de haber cumplido al menos con un paseo.
5.- En caso de no trabajar uno de los días de la semana, quedaba totalmente prohibido tocar una sola fruta, una sola semilla; nada.
6.- No reclamar el pago durante una semana en caso de haber tropezado durante el paseo y/o haber lastimado a algún jinete.

Sólo al principio cometía errores, pero poco a poco fue aprendiendo a moldear sus pies para que los recorridos resultaran placenteros. Ya era una mula-puta profesional del monte. Ya ni siquiera lloraba si sangraba. Mejor, llegaba a su casa y vertía un poco de su sangre en el jugo que preparaba, y enloquecía de placer al ver la cara de satisfacción de su marido al momento de beberlo. Después, él se limpiaba la boca con el dorso de su mano mientras hacia un ruido grave y gutural, miraba a Maria, respiraba fuerte y sin poder evitarlo, la apretaba contra su cuerpo y le cantaba una canción que hablaba sobre sus ojos y sus trenzas mientras raspaba sus mejillas con su barba.
Ella olvidaba todo lo que había sucedido en el día, y descansaba para a las pocas horas volver a sus labores.

El señor Quiroga por fin juntó la cantidad de dinero con la que había soñado, pues cada día era mayor el número de hombres interesados en tan colorida investigación de campo (bueno, de monte, por doble razón). Y Maria tenía cada vez más paseos con los que cumplir. La última vez cumplió con veintiún jinetes, de los cuales veinte usaron el servicio extra. Estaba tan cansada, que no pudo dormir durante su corta noche. Intentó hablar con su hombre, pero ya no recordaba las palabras. Pudo conciliar el sueño hasta la mañana siguiente, justo a la hora en que debía llevar sus cobijas a la oficina, remodelada no hacía mucho.

Su marido se dio cuenta de lo ocurrido, intentó despertarla pero descansaba tanto, que el mundo le quedaba lejos; por lo que él decidió presentarse en lugar de Maria, para así no perder el derecho a las cobijas ni a la comida; entonces la destapó, se comió un durazno tan jugoso que manchó su camisa blanca, y se encaminó al lugar de trabajo.
Para su sorpresa, había otros ocho hombres ahí parados, con cobijas dobladas y la camisa manchada con jugo de alguna fruta. Se miraron, se entendieron; vieron que el señor Quiroga se acercaba con sus lentes, su libreta y sus nueve fuetes ya muy gastados.

Miró a los hombres, incrédulo, y una fantástica idea lleno su mente y sus ojos al ver aquellos cuerpos fuertes y aquellas miradas llenas de nada. Ni siquiera preguntó. Supo que podría cumplir uno de sus sueños: transformar ese lugar en un gran centro de investigación teórico-práctico. Pero para eso, tenía que deshacerse de gran parte de lo que entonces existía. Y comenzó.

Llevó a su oficina a los setenta y tres jinetes que estaban listos para el paseo y les pidió que esperaran en la sala de terciopelo azul. Después reunió a los hombres manchados de fruta y les explicó algunas de las reglas, no sin antes utilizar sus fuetes para pedirles sus firmas. Les dejó claro que esa firma valía más que su palabra, y que si eran hombres, realizarían el trabajo. La primera tarea era quemar las nueve siembras de Maria, después el lado izquierdo del prado de flores rosas pequeñitas, después las matas de café y dos de las casas, de esas blancas con barda de varas, en las que dos de ellos vivían con Maria (cada uno con la suya). Les dio dos días. Y con esa forma de explicar que desconozco, les hizo saber que su Maria moriría quemada si ellos se negaban a trabajar; en cambio, si aceptaban, ella tendría derecho a salir de ahí con las manos llenas… llenas, llenas.

Una vez explicado esto, llamó a los jinetes, quienes se negaron a dar el paseo por respeto a los señores. El señor Quiroga enfureció al saber que perdería la ganancia del día y ordenó a los hombres que fueran por sus mujeres.
Así lo hicieron, y cuando ellas llegaron, no sólo les dio cinco fuetazos a cada una y les negó la comida del día, sino que les dijo que debían salir esa misma noche, pues el lugar sería quemado por los hombres.
Cuántas ganas tenía Maria de preguntar por qué, de reclamar su tierra, de pronunciar “injusticia”, pero una vez más no pudo recordar palabra alguna.

El señor Quiroga, siempre caracterizado por su gran humanidad, y en agradecimiento a todo lo que Maria (cada una de ellas) había trabajado, le dio la oportunidad de no irse con las manos vacías. “Tienen derecho a llevarse lo que quieran, siempre y cuando lo puedan cargar. Por ningún motivo pueden arrastrar nada, ni guardar en bolsas ni costales. Lo que puedan cargar es suyo”. Y se fue a empezar la quema.

Tenía poco conocimiento del fuego, pero sabía que los hombres, que más tarde llegarían, lo sabían todo; por lo que decidió empezar con una de las siembras. Ya empezaban las llamas a subir, ya se alcanzaba a ver el humo desde el árbol donde los niños colgaban el columpio junto al río. El señor Quiroga empezó a sudar, un poco por el calor, un poco por la emoción, un poco por temor a que el fuego se le saliera de control. Se tranquilizó al ver el reloj, pues los hombres que conocían el fuego y cómo hacerlo obedecer, llegarían en menos de una hora.

Se sentó a planear su nuevo paraíso. Alcanzaba a ver grupos de animales corriendo despavoridos por las llamas, escuchó gritos y llantos de niños y de pájaros.

El fuego seguía creciendo, el olor era agradable, pero inhalarlo lo hacía temblar. Era más grande de lo que esperaba. Vio una sombra de reojo. Otra más, otras dos. Decidió voltear para asegurarse de que no eran fantasmas, (temor muy vergonzoso para un científico de su calaña) y vio a Maria, junto con las otras ocho, abandonando el lugar, sudando, agachada, cargando como cualquier día de trabajo, llevando en su espalda lo que había elegido salvar. La carga no parecía un saco de semillas, tampoco cobijas, ni panes, ni animales. Maria llevaba en su espalda, orgullosa y con las trenzas bien amarradas, a su marido, temblando de miedo.


2004-03-29

2 comentarios:

Anónimo dijo...

MINERVA: Todo esto es MARAVILLOSO, TÚ eres MARAVILLOSA. A.V.

J.S. Zolliker dijo...

Delicisiosa narrativa, un gusto haberlo leído. Saludos!