martes, octubre 03, 2006

De cómo llegó el retrato de Mamá Grande a la pared de su bisnieta.


Este cuento, o más bien, estos cuentos, realmente tendrían que ser leídos por mi familia, pues hablan de mis bisabuelos y las cosas que he podido saber de ellos. Pero mi familia no lee ni escribe (sólo mi papá, pero no lleva la sangre de la familia de la que hablo en este escrito). Tampoco baila ni canta. Es más, creo que hasta votaron por Calderón, pero no quisiera hacer tan grave acusación sin tener pruebas.
Sé que está algo largo. Si les da flojera, sáltenselo. A mí, me hace llorar.

NOTA DE ULTIMO MOMENTO: LA FOTO QUE AQUÍ APARECE ES REAL. ES ELLA. GRACIAS A MI PRIMO RAMÓN SANTOYO QUE ME LA ENVIÓ.


La niña Esperanza bajó las escaleras y vio que el cuadro que durante tantos años había adornado la sala de la abuela, estaba ahora envuelto en periódico. Parecía listo para ser depositado dentro de un armario. Era el retrato de una mujer morena, hermosa, con bucles negros y un sombrero extraño con flores rosas. Parecía una foto, aunque le quedaba claro que, al ser un cuadro viejo, se trataba más bien de una pintura. Pero siendo tan bonita, ¿por qué guardarla? Alguien tenía que saber por que estuvo en esa pared y por qué iba a dejar de estarlo. Quizá lo más sencillo hubiera sido preguntar, pero para Esperanza, las cosas importantes no debían hablarse así, con las palabras de todos los días. Sentía como si usara una cucharita de oro para batir el lodo. El origen y destino de tan peculiar retrato debía ser revelado a través de señales, tal vez de música, o al menos de palabras bellas, aunque la empresa le llevara toda la vida.

Tan pronto como cumplió los siete años, fue con Guadita, mujer de setenta y dos, con chongo de trenza blanco, delantal de flores y manos rasposas. Se le notaba que era sabia, y que conocía las cosas más secretas, pues llegó a casa del abuelo a los 14 años, y ahí se quedó trabajando, hasta que los dos se hicieron viejos. Como ya casi no veía, pues en ella se repetía la historia de Panchita, su madre, quien había quedado ciega poco a poco a causa de las cataratas, fue posible sentarla frente a una grabadora, y pedirle que regalara algunos secretos, sin que mostrara ningún pudor.

Guadita le contó a Esperanza sobre todos los años que había sido nana de su madre, logrando una complicidad, de esas que solo pueden existir entre una nieta y su abuela. Sí, era en cierta forma su abuela. Horas después, Esperanza debió acompañar a Guadita en su relato a recorrer todas las calles de Guanajuato, y a asomarse en las panaderías, paleterías, a la botica “La Cruz Roja”, que era de Don Chito, marido de la señora Lupita Medrano. Reveló que Don Chito preparaba en su botica coñac artificial para los indios que llegaban al pueblo a buscar qué tomar. Recorrieron también La Porta Vianda, que era un casa chica, pero de muchos pisos. Le contó que la muchacha de Callejón del Beso número 3, era su prima; que además de las momias hay fotos de niños muertos, y que uno de los retratados era el hijo de Cani, que le dio la muerte de cuna; que el joven que tanto le gustaba vivía junto a la fuente del Baratillo y que se llama así porque antes en esa plaza se ponía un mercado, por ahí de 1890, donde los productos eran “baratillos”; que ahí no se ve el nacimiento de los árboles en el suelo, sino por arriba de las cabezas… (Habría que caminar por Guanajuato para entender si eso es una metáfora); que Doña María era rica y tenía un pretendiente pobre, y que Guanajuato significa Lugar montuoso de ranas, dato que irremediablemente formó en la mente de Esperanza una pequeña película en dibujos animados de una fuente rodeada de ranas con la espalda curva, como un monte. Todas esas cosas aprendió, pero del cuadro, nada.

Ante tan poca información, no le quedó otro remedio que seguir creciendo y hacer sus propias historias sobre el cuadro. Esta es sólo una de las tres que inventó:


Doña Restituta era una señora que se sofocaba cada media hora. Algunos habrán oído de ella, sobre todo quien haya escuchado historias de Mexicali.
La pobre sólo podía dar paseos cortos, pues sus sofocaciones le impedían pensar en largas caminatas, tardes de feria, noches de teatro o cualquier cosa que superara los treinta minutos.

Doña Resti, visitaba al doctor cada tercer día, pero él le insistía en que no tenía ninguna enfermedad. Que lo único que necesitaba era tranquilizarse y dejar de pensar que la vida era un peligro.
“¿Cómo demonios no voy a estar enferma, doctor? ¡Oiga, oiga cómo me suena el pecho, sienta cómo se me sube el calor a la cabeza y empiezo a sudar, mire cómo me voy poniendo roja poco a poco, conforme se acerca la hora de la sofoca…kh kh kh, ya me vino, kh kh kh!”

El Doctor López era tan decente, que aun no se atrevía a gritarle lo que realmente pensaba, pero su mente sí, por lo que en cuanto se asomaba al consultorio Doña Restituta, él dejaba de escuchar los ruidos cercanos, y sus gritos internos llenaban todo su consultorio: “¡Está totalmente chiflada! ¡Haga algo con su vida! ¡Lo único que necesita es hombre para que le detenga los calores y las sofocaciones!


Diez años pasaron, por lo tanto la mujer vivió 175,200 sofocaciones más sin ningún avance, a pesar de sus cucharaditas de miel con limón, sus gárgaras de manzanilla y sus jugos de sábila. Y el doctor López, ya con el pelo totalmente blanco y su mente y tripas haciendo ruido cada tercer día, había decidido ya no recibir más a Doña Restituta, pues no sólo le era imposible ayudarla, sino que podría usar el tiempo que ella le quitaba en atender a alguien que lo necesitara de verdad o en descansar un rato leyendo el libro rojo grueso que su nieto le había obsequiado y a quien prometió terminarlo antes de que terminara la temporada de toros, para comentarlo juntos.

Llegó Doña Resti, con la nariz y la boca cubiertas por un pañuelo de encaje; se asomó con los ojos llorosos, como siempre, y se sentó frente al escritorio del doctor.

“Mire doctor, vengo porque he tenido sofocaciones. Se me presentan cada media hora. Se me sube el calor a la cabeza, me voy poniendo roja, empiezo a sudar, me suena el pecho, y en cuanto… kh kh kh ¿Lo ve? Ya me vino kh kh kh.”

El doctor, ya conociendo de memoria el discurso de la señora, se puso a brincar y a festejar, dejando a Doña Resti anonadada. Jamás había visto a un viejito brincar de esa manera. La tos paró, se descubrió la boca y preguntó ¿le da gusto verme así?

“No, Doña Restituta, es sólo que he recibido la noticia científica más increíble del siglo. Como el Consejo
Mundial de Médicos ha estado pendiente de su caso todos estos años, se ha descubierto la cura definitiva.”

“¿De verdad, doctor? ¿Está el consejo al tanto de mi situación?”

“Sí, pero alégrese. La solución ha llegado. No se volverá a sofocar jamás”.

“¿Y es caro? ¿Cómo lo voy a pagar si con esta terrible enfermedad no me es posible trabajar? Ya sabe usted que vivo de lo que los vecinos amablemente me llevan a cambio de que yo les riegue sus macetas.”

“En absoluto. La solución es tan efectiva como sencilla y barata. Lo único que tiene que hacer es asistir todos los días al café de chinos que se encuentra en la calle de Iturbide, casi en frente de la farmacia, pedir un café con leche, que le cuesta quince centavos, y esperar una o dos horas antes de irse a su casa. Eso sí, debe usar sombrero, un vestido elegante, y algún prendedor de flores. Las flores azules son las que dan mejor resultado, pues al estar cerca de los bronquios, absorberán toda la sofocación. Ande usted, ya verá qué bien se va a sentir.”

“Ah, qué caray. ¿Y de verdad con eso…”

“Por supuesto. No tendrá que regresar aquí jamás”

“Doctor López, le agradezco tanto…”

“No, mi señora. Agradézcalo a la ciencia, que avanza cada día”.

Y Doña Restituta se fue a su casa a preparar su vestido, su sombrero y su prendedor de flores azules. Se dirigió al café de chinos, pidió su café con leche de quince centavos, se sofocó cuatro veces y se fue a su casa muy cansada.

“Pues, no funcionó. ¿Será cuestión de tiempo? Quizá deba ir muchas veces para que esto surta efecto. Aunque tenga que ir durante años, lo haré. Todo antes que seguir padeciendo de esta enfermedad terrible”.

Y en efecto, pasaron dos años y 35,040 sofocaciones. Doña Restituta iba todos los días al café de chinos, sin notar cambios.

Un día, mientras se tomaba su café con leche, a pesar de que el calor se le empezaba a subir a la cabeza, llegó un hombre alto y delgado, con un abrigo gris y un sombrero elegante, quien al momento de sentarse en la barra, empezó a toser escandalosamente, mientras sudaba y se ponía rojo como jitomate.

Doña Restituta se levantó para compartirle un poco de su miel con limón, que siempre llevaba con ella, y al llegar junto al hombre, este dejó de toser.

“¿Se siente usted mejor? Venía a traerle esto a ver si le ayudaba”.

“Sí, gracias, estoy mejor. No sé, de repente se terminó la sofocación. Y gracias por la miel, pero llevo tomándola veinte años, y no me ha servido de nada.”

“¿Cómo? ¿Pues qué tiene?”

“Es una enfermedad terrible. Fíjese que me sofoco cada media hora. Se me va subiendo el calor y el color, y empiezo a toser. Pero mi médico me mandó a este lugar para curarme. Así que, permítame, voy a pedir un café con leche.”

Doña Restituta no lo podía creer. Se sentía muy importante, pues gracias a su caso, la cura maravillosa estaba llegando a más médicos y a más pacientes. Estaba segura de que no era el Doctor López quien había mandado al hombre a ese café, en primera, porque ella conocía a todos los pacientes del doctor, y en segunda, porque el hombre no traía flores en el pecho. Seguramente el tratamiento era recetado diferente, según el médico y según el tipo de sofocación.

“Ahora sí, espero con el cafecito sentirme mejor. Ah, y dispense que no me quite el sombrero, pero es parte del tratamiento.”

Y se quedaron comentando sus síntomas una hora y media, sin sofocarse ninguno de los dos.

Ambos fueron fieles al tratamiento, y se sentaban juntos en el café las dos horas estipuladas por sus respectivos médicos. Mientras estaban juntos, las sofocaciones quedaban olvidadas, pero una vez que volvían a sus casas, el calor se les subía y empezaban a toser cada media hora.

Los dos tan elegantes, tan enfermos separados y tan sanos juntos, sintieron una tarde cómo el calor se les subía, pero no como anuncio de sofocación, sino como el comienzo de un beso.

Entendían que verse era lo que los sanaba, y al verse felices como nunca, ambos extrañaban las miradas de la gente compadeciéndose de su enfermedad. Necesitaban las miradas, la atención, la lástima de los demás, y propusieron dejar de verse. Aunque por otro lado, era agradable no toser.

“¿Qué tal toser con gente y dejar de toser a solas?”

¿Pero cómo? Si se casaban los creerían felices, y ninguno quería despertar esas creencias. Por lo que decidieron mandarse a hacer una pintura de cada uno, para intercambiarlas y al llegar cada quien a su casa, después de toser todo el día, ver el retrato del otro y estar sanos en la soledad.

Y fue así como decidieron no ser felices, separarse para siempre y encontrar la salud por ratos, en la soledad. El retrato del hombre se quemó junto con Doña Restituta el día que se incendió su casa por dejar prendida toda
la noche su corona de adviento. El retrato de ella fue vendido como antigüedad y comprado por la nieta del doctor que lo trataba.


Tuvieron que pasar muchos años para que Esperanza compartiera su historia con alguien, pues no le parecía necesario, ya que a sus ojos, esa era la verdadera historia del retrato.

Después comprendió lo bello de la ficción, pero la importancia de la realidad, y siguió su búsqueda.

Entrevistó a las mujeres de la familia que parecían saber cosas encantadoras, y notó que al hablar del cuadro, todas ellas cambiaban la mirada, como quien ve por el balcón cómo se aleja algo querido. Pero no decían nada revelador .Decían que era la mamá del abuelo y comentaban cosas tan absurdas como: “Pobrecita, tan feita”, “Y qué manera de morir”, “Le pegó tanto la demencia senil que no recordaba lo que había hecho en el último minuto”. “Es más, cuando el periódico llegaba, ella lo escondía y luego lloraba porque no se lo habían llevado” “Tan chistosa cuando decía que no se podía prescindir de los periódicos. Ja ja ja” “Ah, si, que porque los periódicos traían en sus páginas la indicación del tiempo en palabras de esperanza o signos de destrucción”. ¿De dónde habrá sacado eso?” Y diciendo todo esto, con esa voz insoportablemente aguda que muchas mujeres utilizan para confabular, sus miradas se perdían como quien ve por el balcón cómo se aleja algo querido. Sí, algo hacía que las miradas de la gente adquirieran ese sello cuando hablaban de esa mujer.

Valió la pena escucharlas. La investigación había avanzado un paso. La mujer del retrato era la mamá del abuelo. Pero había cosas que no coincidían. “¿Cómo que feita? ¿Qué no habían visto su retrato?”

Para la Navidad, Guadita ya se había muerto. La enterraron en Guanajuato, seguramente para que se hiciera momia y así poder ver su sonrisa de tortuga aunque los años pasaran. Esperanza pensó que sería fácil reconocerla, pues las momias conservan su cabello, y el de Guadita era largo y blanco. “Ojalá se haya muerto con chongo”, pensó, “para estar seguros de que es ella”.

Esperanza estaba sorprendida de la cantidad de nombres que la mamá del abuelo tenía: María, Doña María, Mariquita, Mamá Grande, Gane, La Señora Rodríguez, Señora Santoyo. Pero cual fuera el nombre que utilizaran para referirse a ella, al momento de mencionarlo, parecía que dejaran de mirar. “¿Otra vez?” reclamaba la niña al ver cómo la persona consultada la dejaba sola con sus preguntas.

Ante la ausencia de Guadita, Esperanza siguió la lógica del ciclo de la vida, y platicó con Beatriz, a quien todos llamaban Biata, la única hija de Guadita. Con el tiempo ella le contó muchas cosas, pero desde la primera plática-entrevista pudo averiguar que Gane sabía de música, pues por ser la primogénita, tuvo la obligación de tocarle a su padre su primer concierto en piano al cumplir los 5 años. “Por eso la Señora tenía estos huesos zafados, porque de niña no le daban sus manitas para alcanzar las octavas del piano”. Entonces todas las mañanas, aun con esa demencia senil de la que era acusada, se levantaba y tocaba el pretil de la ventana de su cuarto, como si fuera un gran piano, para no perder práctica a pesar de no contar con uno auténtico. Al verla tantos años ensayando melodías en el pretil, su nuera juntó dinero y le regaló un piano muy bonito, que Doña María tocó dos horas sin parar y sin un solo error. “Y no sólo tocaba el piano, también bailaba el chotis y cantaba zarzuelas”.

Ya sabía Esperanza muchas cosas sobre Mamá Grande. “Cuando todavía no estaba tan mal, se cepillaba el pelo sentada el la cama, mientras leía un periódico o una partitura”. “No se dejaba el pelo en paz; era tan lacio que si no se lo arreglaba parecía perrito en aguacero”. “Decía que una mujer, para ser hermosa, debía tener pelo chino, ojos bonitos, y saber cantar. Y la pobre tenía el pelo tan lacio, que se sentía fea”. Datos sin duda románticos, pero seguía habiendo cosas que no coincidían. “¿pelo lacio? ¿Qué no habían visto su retrato?”

Una de tantas comidas familiares y por lo general aburridas, tuvo lugar en la casa de los abuelos. Pero esta fue muy útil para enterarse de algunas cosas. Resulto ser que Mamá Grande era hija de Don Antonio Rodríguez Santoyo y de Febriona Lira, una india Otomí. Gane fue la mayor y por lo mismo, educada especialmente. Nunca fue a la escuela, para que no se juntara con la raspa. Esa era la costumbre para todas las señoritas decentes, mismas que tenían permiso de salir a determinada hora a abanicarse al balcón. Esperanza, al oír esto, tuvo la imagen de un montón de vacas paradas en una vitrina mientras los compradores las veían para ver cuál daría la mejor carne o produciría más leche.
¿Quién la habrá visto abanicarse? Seguro era un momento emocionante, a pesar de las vacas de Esperanza.

Y un día, llegó de sorpresa a casa de Esperanza Ramón Santoyo. Ella sabía que era su familiar, pero no lo ubicó por completo hasta que lo llamaron “Ton”. Y es que su abuela decía que Ton, el nieto de Ramón Víctor, a quien la gente nombraba “El Patín Santoyo” por haber tenido polio y sus secuelas, era un niño primoroso, “como de anuncio”, decía, simulando tener entre sus manos la carita de un bebé. Bueno, pues ese bebé tenía ya unos cincuenta años y varios rollos de papel bajo su brazo, mismos que daban explicación a su inesperada visita. Estaba armando el árbol genealógico, con todo y fotos, y le faltaban las de Esperanza y su mamá. En dos minutos las retrató e incluyó en el documento, y al día siguiente ellas ya tenían un papel con los nombres de todos los familiares y las fotos de la mayoría. Claro, las de los que murieron antes de que se inventara la fotografía, no podrán estar jamás.

¡Ay, nanita! Seguro que ahí estaría la foto de Doña María. Esperanza de dirigió a la línea de los bisabuelos, a la rama diré, pues aunque genealógico, era un árbol, y después de notar que sus dos bisabuelas tenían el mismo nombre de pila y las mismas iniciales en el nombre completo (MRL), vio por fin la verdadera foto. ¡Qué sorpresa! era muy distinta a la pintura, aunque la mirada era la misma. La de alguien que veía algo distinto en lo que miraba.

Con los datos acumulados y aquello que la foto revelaba nomás con verla, Esperanza dedujo que Mamá Grande no sólo habría sido una persona de esas que hay que conocer, sino que su espíritu estaría en un lugar especial, y no junto con todos los espíritus-raspa. Quizá cambió las leyes de la orquesta celestial, y ahora los ángeles, en vez de tocar el arpa, tocan zarzuelas en el piano cada vez que un milagro ocurre. Sí, claro. Desde que estaba viva tenía un contacto especial con seres de otro mundo. “Un día, en la casa, Gane se levantó sobresaltada y pidió a Guadita que preparara vendas, alcohol y agua limpia. – Ramón viene herido – dijo, y fue a esperarlo a la puerta. Llegó Ramón, su marido, bañado en sangre, pues mientras viajaba en el tren con su hijo Enrique (el abuelo de Esperanza), recargó la culata de la escopeta en el suelo, y se disparó por el movimiento del tren.”

¡Sorprendente! Ella lo supo, así nada más, y Esperanza casi podía ver cómo algún espíritu se lo había dicho al oído.

“Mamá, cuéntame algo raro de tu Mamá Grande. Algo como de espíritus que le haya pasado”.

“Ah, pues ella decía que los espíritus la ayudaban, porque un día, su esposo tenía que pasar por un lugar que era famoso por los cuatreros que acuchillaban para asaltar a los que pasaban; entonces ella dijo: –Ánimas del purgatorio, que no lo vean solo.- Y Ramón llegó sano y salvo. Días después, atraparon a los cuatreros y alguien les preguntó por qué habían asaltado a todos menos a Don Ramón Santoyo, a lo que ellos respondieron: -Pues porque venía acompañado de cuatro hombrezotes, que nos dieron miedo-.”

Tanto sorprendió la anécdota a Esperanza, que, segura de que el espíritu de Doña María podía viajar por el tiempo y las distancias, incluso cuando vivía, escribió su segunda historia sobre el retrato:


Una vez en Guanajuato existió un hombre muy rico. En veintiocho años no sintió hambre, ni sed… ni amor. Sus días eran tan grises como el casimir de su traje, a pesar de estar cubierto por un cielo muy azul.

Una mañana, tomó uno de sus coches más modernos, el modelo 1905 y fue en busca de sus parientes lejanos, quienes, según unos documentos que encontró en la elegante oficina de su padre, vivían en el municipio de Tetipac, en Guerrero.

No le tomó más de quince minutos salir de su ciudad ni menos de tres empezar a preguntarse cómo serían esas personas. Jamás había conocido a alguien que llevara su sangre a demás de su padre, pues su madre había muerto al momento de dar a luz, el mismo día en que él empezó a acumular dinero, pues la mujer, Virginia Almada, dejó a su nombre una fábrica en San Lorenzo Teotipilco.

Los caminos se veían muy distintos desde el asiento delantero. Se sintió orgulloso de haber salido sin chofer. Era como ser otra persona. Estaba sorprendido por todos los colores que sus ojos podían captar a la vez y por más que intentó, no pudo recordar los colores de su tierra.

Llegó pues al Estado de Guerrero, desconocido para él, y ante la duda entre si tomar la curva de la izquierda, o la de la derecha, optó por seguir a otros autos que circulaban por ahí.

Nervioso y seguro de que en pocos minutos llegaría a la casa de sus familiares, elaboraba educadas frases de presentación, para que quien abriera la puerta, que según sus conclusiones sería su tía Silvia, entendiera que él era Samuel, el hijo de la difunta Virginia.

A lo lejos alcanzaba a ver un letrero hacia el que se encaminó. Al llegar, leyó “grutas Cacahuamilpa con guía bisite de 1-2”. Después de criticar mentalmente la redacción y ortografía del letrero, sacó del bolsillo secreto de su saco el reloj que siempre lo acompañaba. Era la una cuarenta y cinco, y un amable hombre llegó a su lado y le dijo: “To’avía alcanza, patrón”.

Dudó un segundo, sólo uno, pues al ver las formas tan extrañas que las piedras dibujaban, supo que debía entrar para por fin guardar en su memoria algo distinto a lo de siempre.

Pues siguió al hombre, quien le aconsejó quitarse el saco, y también lo siguieron doce personas más. Comenzó
hablando de las estalactitas y de cómo habían sido formadas a través de los siglos por el choque de las aguas.

Los visitantes comentaban de gigantes y encantamientos, de hombres que al entrar se volvieron piedra, de seres desconocidos que nadie sabe si son plantas o animales y muchas otras historias sobre el lugar, que eran para creerse enteras, pues las formas y los colores semejaban el escenario de una pesadilla, pero contenían al mismo tiempo una belleza insuperable.

Samuel, con los sentidos más abiertos que nunca, escuchó algo escalofriante, agudo y lejano, que le hizo perder la fuerza de sus piernas y tocar el suelo a pesar de la elegancia de su pantalón gris. Se levantó, e hipnotizado, de la misma manera en que se cuenta que los marineros actúan cuando los llaman las sirenas, siguió el sonido, dejando atrás al hombre y a sus doce compañeros de visita.

Todo lo que vio en su trance quedó plasmado para siempre en su memoria, casi nueva de imágenes. Le parecía ver grandes lámparas colgantes, rebaños petrificados, torres, y tantas figuras fantásticas que deseaba haber llevado un cuaderno para describirlas y luego dejar volar hojas para que las encontrara algún día alguien que viviera lejos y pudiera conocer, al menos de palabra, el tesoro que él creía haber descubierto.

Llegó un momento, en que ya no veía ninguna de las luces que los hombres encendían para los turistas. Y como sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, después de tres horas, no le pareció problema. Pero en un punto, se dio cuenta de que ya estaba demasiado oscuro, y era necesario volver. Sentía hambre y sed por primera vez; le pareció agradable sentirse vivo.

Como sucede siempre en estos relatos, no encontraba la salida, ni se veía alguna luz lejana que le indicara hacia dónde caminar. Ya había perdido el saco, y uno de sus zapatos al momento de ver claramente un hechicero dispuesto a aplastarlo con un báculo gigante.

Samuel respiro, intentaba convencerse de que cada imagen era mera ilusión y prometió ser incrédulo a su mente. “Es sólo una piedra” repitió más de treinta veces, en lo que seguía buscando la salida.

“Ya no busques, Samuel”. Dijo una voz femenina, suave, amorosa, que efectivamente convirtió el cuerpo de Samuel en una piedra, como dicen las historias, pero sólo durante unos segundos. Su primera reacción fue decir nuevamente: “Es sólo una piedra”. Cuando recobró su lógica, intentó correr, perdiendo el zapato que le quedaba y rasgando su camisa, blanca antes de entrar a ese lugar.

Se le acercó una figura elegantísima de una dama con un impecable vestido con encajes negros, aretes dorados, sombrero adornado por flores rosas, y otras flores azules, cuatro, en el lado izquierdo de su pecho. La imagen completa lo hacía temblar, pero al ver ese color azul, por fin recordó: “Ese, ese azul vivo es como el cielo de mi tierra”. Y con ese sentimiento indefinido, que bien podía ser terror o felicidad, vio cómo una majestuosa cortina de murciélagos chillando el mismo sonido que lo condujo hasta ahí, se abría, dándole paso hacia un cielo azul, tan azul como el de su tierra, permitiéndole refrescarse y respirar, ante lo cual preguntó “¿Cómo puedo agradecerte la libertad?” Y la figura elegantísima de la voz suave y amorosa, sonrió y dijo: “Liberándome ahora tú a mí. Habla de mí allá afuera. Haz que aunque los siglos pasen, haya siempre alguien que sepa que yo existo, y que nunca olvide el azul del cielo”.

Samuel salió, olvidó a su tía Silvia y a sus familiares, y regresó a Guanajuato. Se sentó en su ventana, y cubierto por un maravilloso cielo azul, pintó a la mujer que le abrió el camino, no sólo de las grutas, sino de las sensaciones, para que así, aunque él muriera y ya no pudiera hablar de ella, siempre hubiera alguien que viera su retrato.

Cómo no suponer de Doña María Rodríguez cosas extraordinarias, si era sabia. De la misma forma en que alguien puede volverse loco de tanto amar, ella se puso enferma de tanto saber. Dicen que le dio una enfermedad, que suena como “menier”, y la razón fue el estudiar tanto. Qué difícil enfermedad, pensó Esperanza.

Y como planeado por las ánimas del purgatorio, amigas de Mamá Grande, Esperanza visitó Guanajuato. No había ranas encorvadas, pero sí paleterías, y vio cómo realmente los árboles nacían arriba de las cabezas de la gente, y vio a las momias, y se sorprendió con sus pieles onduladas y su pelo, efectivamente conservado. Y caminó por el callejón del beso, y se subió a la Fuente del Baratillo. No encontró la botica La Cruz Roja, pues realmente no estaba en Guanajuato, sino en Tehuacan, puebla, de donde era su abuela, pero Guadita, en aquella entrevista frente a la grabadora, había mezclado la información, seguramente por la emoción de platicarlo todo. A los viejos les encanta platicarlo todo.

Conoció también lugares de los que nadie le había hablado, y ante cada uno se sorprendió. Subió corriendo las escaleras de la Universidad de Guanajuato, pensando lo complicado que sería llegar retrasado a clase con una maestra como la suya, y tener que subir con el tiempo contado. Entró al Teatro Juárez, donde con toda claridad le pareció ver a las personas que lo frecuentaban cuando Gane vivió en esa ciudad. Las mujeres elegantes, hermosas, vestidas para una ocasión muy especial; con sombreros de esos que todas las niñas quisieran usar, guantes largos, algunas con paraguas adornados con encaje y con piedras hermosas, aunque no preciosas, engalanando el mango. Y los hombres, con esos simpáticos bigotes con las puntas enrolladas hacia arriba, reloj de bolsillo con la cadena asomándose un poco, bastón con acabados de plata y su abrigo colgando del brazo.

Una noche, mientras presenciaba un espectáculo en la calle, las ánimas del purgatorio le hicieron el favor de quitar la luz eléctrica. No podía ver siquiera su mano al ponerla frente a su cara. Volteó hacia arriba y vio las estrellas como jamás las había visto. Pasado el minuto de hipnosis lógico ante tantísima belleza, se preguntó si sería normal que las estrellas se vieran así lejos de la capital, a la que ella estaba acostumbrada, pero al acostumbrarse un poco sus ojos a la oscuridad, se dio cuenta de que incluso los habitantes de la ciudad empezaron a salir de sus casas para presenciar tan sorprendente imagen. Al ver a una mujer que salió a su balcón con su abanico a ver las estrellas y a un hombre que detuvo la bicicleta en la que recorría la calle con una canasta en la cabeza al momento del apagón, Esperanza entendió todo. Por fin sabía cómo había nacido el cuadro.

Al día siguiente regresó a México y escribió su última historia sobre ese cuadro; la definitiva:

Al mezclarse los genes del aristócrata Antonio Rodríguez Santoyo y de la india Otomí Febriona Lira, llegó al mundo la niña María Rodríguez Lira, con ojos profundos, piel morena, pelo lacio y valentía, como su madre; con hambre de libros, elegante caminar y gusto exquisito, como su padre.

María, dama joven, rica e instruida, sin más contacto con el mundo que su balcón a la hora permitida, veía desde lo alto a la gente, los animales y las bellas construcciones de la ciudad de Guanajuato, imaginando cómo sería la vida. También para eso leía mucho. Conocía el mundo entero y sus costumbres a través de los libros y de los relatos de sus padres y de su prima Luisita, que era unos años mayor y estaba casada y tenía un hijo chiquito. Pasaban juntas todo el tiempo que podían, pues en poco tiempo Luisita partiría en un barco a vivir a España con su nueva familia.

Eran muchas cosas las que María disfrutaba desde su balcón. En primer lugar, el aire rozando su cara, el movimiento de los árboles de copas redondas, la gente muy arreglada dirigiéndose al teatro o a la zarzuela, las parejas en la paletería con los labios batidos de rojo, de morado o de chocolate. Pero ella no tenía a qué salir. Ni siquiera de niña tuvo que ir a la escuela, pues tenía excelentes profesores particulares, todos los libros que necesitara, sabía cocinar sus propios postres, y lo más importante, era la mayor de sus hermanos y debía conducirse por la vida responsablemente; ser un ejemplo de virtud, por lo que salir a la calle y conocer gente menos educada podía resultar perjudicial.

Resignada a aprender la vida por el balcón, no perdía un sólo detalle. De vez en cuando pasaba ratos inolvidables, pero ninguno como cuando vio pasar un día a un ranchero primoroso. El también la vio y no pudo creer esa mirada tan invitante, pero tan sola. La portadora de esa mirada debía ser un alma única, y quiso hablarle, pero entendía que un ranchero como él no debía tocar la puerta de la casa por donde la dama asomaba.

Sólo le quedó regresar cada tarde, a la misma hora, para durante unos segundos deleitarse con lo que le llegaba de fuera y de dentro de su cuerpo, al cruzar miradas con tan inalcanzable mujer.

Luego de meses de diaria felicidad, mientras María discretamente buscaba con la mirada al protagonista de sus sueños más recientes, vino un apagón de tanta extensión, que no podía ver ni el abanico que agitaba entre sus manos.

Debía entrar inmediatamente a su casa, pues desde que le dio por abanicarse también en las noches, su padre le advirtió que era peligroso que una mujer estuviera a la intemperie con tanta oscuridad; y esta vez, sin ninguna luz en la calle, sería considerada aún más indecente.

“No te vayan a robar, María”. Argumentaba Don Antonio para convencerla de que sólo saliera por las tardes. Logrando únicamente despertar en su hija fascinantes fantasías y el deseo de ser robada.

No muy conforme con terminar su indecente rato nocturno en el balcón, cerró su abanico y se dio la vuelta, cuando sintió en su brazo una mano fuerte que la invitaba a quedarse un segundo más; después, en la total penumbra, un beso llegó a sus labios.

A pesar de no poder ver al silencioso ladrón del beso, sabía de quién se trataba, y registró su olor y su temperatura, para recordarlo cada instante.

Regresó por fin a su recámara, vistió su camisón más bonito, y durmió más feliz que nunca.

Al día siguiente hizo de todo por verse hermosa. Se untó pasta de avena en el rostro y la enjuagó con agua de rosas, después miel en el cuerpo y se metió a la tina con hojas de eucalipto. Un poco de aceite de coco en los labios y una gota de extracto de betabel en cada mejilla. Pero no supo cómo solucionar lo lacio de su pelo. Le parecía espantoso. Pensaba que el pelo chino era lo único que le faltaba para ser una mujer bonita, pues sabía cantar, tenía lindos ojos, pero el pelo… desastrosamente lacio.

Cuando llegó la hora de abanicarse por la tarde, tomó una foto suya, la que más le gustaba, pues la habían retratado el día que pasó horas con su prima Luisita enchinándose el pelo y portaba un pequeño sombrero, muy a la moda, que sostenía unas flores rosas. Al reverso de la foto escribió su nombre, con esa caligrafía perfecta que definía su personalidad. –María-. Y esperó, temerosa de que el ranchero no apareciera esta vez, después de haber tomado de su boca tan valioso tesoro.

El hombre por fin apareció. Se acercó al balcón más que ninguna otra vez. La miró, y María dejó caer la foto con su nombre. Ésta jugó un poco en el aire formando círculos mientras caía, hasta llegar certeramente a las manos del ranchero, quien la vio por ambos lados, la besó sin separar su mirada de María, y gritó: “¡Yo soy Ramón Santoyo!”. Y se fue corriendo.

Había sido la visita más corta, pero la más emocionante, después del apagón. Aunque Ramón ya se había ido, María no podía volver a su habitación, pues sería sospechoso que, después de siempre alegar con su padre sobre alargar tiempo de estar en el balcón, ese día se abanicara tan poco rato. Así que se quedó viendo la calle y a la gente que pasaba. Todo le parecía hermoso. El niño con su globo rojo, la mujer con la bolsa del mandado, el panadero en bicicleta con su canasta en la cabeza. Vivir era muy emocionante.

María estaba definitivamente enamorada, y empezó a atentar contra las antes inquebrantables reglas de su casa. Salía al balcón hasta cinco veces al día, incluso paseaba por la calle para conversar un poco con Ramón.

Se conocieron tanto en tan poco tiempo, que ya era insoportable estar separados. Ya sabían todo el uno del otro. El hecho de saber que él era dueño de un rancho cercano e inspector del timbre, lo volvía perfecto a los ojos de ella; y que ella cantara, tocara el piano y leyera incansablemente, la volvía perfecta a los ojos de él.

Meses pasaron de paseos a escondidas y cortos besos por el balcón. Hasta que Ramón, tembloroso y sonriente dijo, “María, cásate conmigo”.

Los bellos ojos de María se abrieron por completo, sus manos empezaron a sudar y le vino una carcajada.

“¿Te ríes, María? ¿No crees que un ranchero te pueda hacer feliz?”

Claro que no se trataba de eso, era sólo que los nervios traicioneros estaban haciendo de las suyas. María intentó explicarlo, pero también los nervios habían tomado sus ideas y su lengua, así que se quedó callada, sonriendo. “María, soy capaz de todo. Todo por verte feliz. Por que esa sonrisa no desaparezca nunca, María, hago lo que sea y tú lo vas a ver. Te vas a casar conmigo, María, y lo harás convencida.” Y se fue.

Qué tonta se sentía de no haber podido explicarle que era lo que más deseaba, y de no haberle planteado los problemas que tendría con la familia pero que ella estaba dispuesta a enfrentar. Peor se sintió cuando por dos días, Ramón no pasó por la banqueta, ni apareció en la paletería. Ahora sí lo había echado todo a perder. Había dejado escapar a quien ella sabía el amor de su vida, y todo por no haber hablado.

No perdió la esperanza y al tercer día volvió al balcón, y la carcajada nerviosa regresó a su boca cuando vio que el panadero en bicicleta, esta vez no transportaba pan en la cabeza, sino una enorme pintura, copiada de la foto que ella le dio a Ramón la tarde después del primer beso. Era ella, convertida en obra de arte, exhibida, no en una pared para ser vista de pie, como todas las pinturas del mundo, sino en la gran canasta del pan, exhibida sólo para el cielo y para ella, que miraba desde el balcón.

Detrás de la bicicleta, Ramón corriendo y gritando, “María, cásate conmigo.”

¿Qué podía dudar? Bajó las escaleras, salió a donde estaba Ramón, lo abrazó y le dio la respuesta.

Esa noche, María no salió al balcón, pues estaba en la sala de su casa, con Ramón, Don Antonio y Doña Febriona. Los dos últimos no escucharon razones. No podían creer ni tolerar que durante tantos meses se hubiera llevado una relación amorosa a sus espaldas. Sólo dijeron frases con la lógica absurda de los padres, como: “Si te vas, te vas”. Y “tienes una semana”. Ante las cuales María pensó: “Sí, me voy. Me voy” y “No tengo una semana, tengo toda una vida”.

Su prima Luisita le tuvo listo para una semana después, un hermoso vestido blanco, le enchinó el pelo y fue María a casarse a las seis de la mañana, sin más acompañante que el amor de su vida.

Cuando María envejeció y enviudó, después de tener dos hijos, daba como consejo que cuando alguien se sintiera triste, debía ir a una boda. A la que fuera, aunque no se conociera a nadie, pues en una boda se respiraba esperanza, amor y valentía.


La pintura de María aún existe. La tengo junto a mí, muy cerca de mi balcón.


Es posible que alguna de las tres historias que Esperanza imaginó sea cierta, o tal vez las tres tengan algo de verdad; pero sólo con haberlas imaginado, Esperanza sintió una gran responsabilidad con Mamá Grande, y conservó el cuadro para siempre para recordar el azul del cielo de su tierra*, para no olvidar que para ser feliz hay que decidirlo, y para prolongar la naturaleza de musa que lleva en la sangre.



*Esperanza vive en México DF, donde el cielo es más bien gris, pero con los años, las flores en el pecho del retrato también se volvieron grises, por lo que aún así servían de recordatorio.

Abril, 2004



A continuación, escribo algunos datos que dicen que son verdaderos. Sólo son relevantes para mí.
El gato de Gane se llamaba Pichi. Mi tata fue a la prepa 1 en San Ildefonso yestudió medicina en la UNAM
Tía Luisita era prima de Gane. Fue monja de la orden que aceptaba viudas, pues su hijo y su marido se ahogaron al viajar a España. Nadie recuerda si ella iba también a bordo del barco. Se quedo en España
Mi Tata nació en Guanajuato. Vino a México a estudiar, ya no tenía papá. Quién sabe de qué se murió. Vivía en la calle de Tehuantepec con Mamá Grande. Hizo su servicio Social en Ajalpan, Puebla, donde conoció a mi abuela sentada en una ventana de la casa de su tía Chelo y su marido Chinto.
Mi abue se fue a Orizaba y allá se enfermó de tifoidea. Mi abuelo, ya médico, la iba a ver. El ya vivía en Tehuacan y en las noches pasaba por las cumbres de Alcutzingo, donde siempre hay niebla, y contaba que detenía el coche para gritarle a su mamá, de tanto miedo que le daba.
Un 14 de mayo mi abuelo se recibió, y ese día era además cumpleaños de mi abue, por lo que le regalo unos aretes de aguamarina. Mi abuela, nunca sintiéndose merecedora de nada, pensó –pobrecito-.
El hermano de mi tata era abogado y estuvo en la Revolución. Cuando sabia que iba a haber trifulca, le avisaba a Mamá Grande. Ella cogía mi Tata y a su vestido de novia y se iba de Guanajuato. Papá Grande era inspector del timbre (se pagaban los impuestos con timbres de hacienda) y tenían un rancho.
Papa grande era ranchero (dueño del rancho),por eso era terrible que se casara con Mamá Grande, que era tan decente.. Se veían por el balcón.
Ella se fue a casar solita a las 6 de la mañana. Ella decía q cuando alguien estuviera triste, debía ir a una boda, porque ahí encontraba esperanza y amor.
Hubo un compositor famoso en Guanajuato que le escribió a Mama Grande una pieza de piano llamada “María”.
A don Ramón Víctor Santoyo le dio polio y le decían “el patín Santoyo”por su andar. Era gordo, muy alegre, tocaba el violín y dibujaba.
Guadita llegó a los 14 años a trabajar a casa de Mamá Grande. Cuando se fueron a Tehuacan, se la llevaron.
Mis abuelos se casaron en Orizaba y se fueron a México ya para que nacieran los niños.
Lupita Medrano, esposa del boticario de Tehuacán (Botica la cruz roja) vino a México a ver a mi abue cuando mi tata estaba estudiando en Estados Unidos. El esposo de Lupita hacía coñac artificial en la botica y sabia a coñac.
Mi bisabuela María Rodríguez salía al balcón a abanicarse.
Mi bisabuelo Ramón Santoyo le pagó al señor del pan para que llevara en la canasta que equilibraba en la cabeza, una pintura de mi bisabuela.
Eran famosas las juergas de Ramón chico, el hermano de mi abuelo. Llegaba con su esposa Alicia en el coche rebozante de flores. Fue diputado, senador y gobernador interino de Guanajuato.
Mi tata, años después, mandó enmarcar el cuadro en “Moret”. Mi mamá ya había nacido.
A Mamá Grande le dio una enfermedad llamada menier, o al menos eso entendí.
La Revolución empezó en 1910 y mi tata nació en 1914.

El vocablo Guanajuato proviene del purepecha quanax-huato, y según los investigadores significa: "lugar montuoso de ranas".

1 comentario:

Almogávar dijo...

Buscaba Paletas de Ajalpan y hallé tu gran blog, lo leí por casi 3 horas, me agradó tu fijación por el bien escribir.

Que bueno que escribas así, eres una mujer completa, excitante a veces, reflexiva, razonable y loca siempre que debes serlo. Me encantó tu juicio.

Me diste el avituallamieto de sorpresas gratas, hoy.

Soy Aldo y volveré
saludos a tus diablas.