

Escribí esto para cumplir con una tarea que me dejó Jesusa Rodríguez cuando tomaba clases con ella. Cuando una bola de chamacos babosos la oíamos hablar de la resistencia civil con humor.
Llegué a la librería de Miguel Ángel de Quevedo llena de emoción. Tenía ganas de varios libros. Pasé por la puerta principal sintiéndome la reina de las intelectuales, esperando ver los pasillos llenos de gente culta y educada. ¡Oh! El mundo era maravilloso, justo y sereno.
Escuché un sonido muy conocido, pero descontextualizado en ese mar de conocimiento: “Ch, ch”. Nunca volteo cuando escucho sonidos semejantes. Pienso que quien me quiera hablar debe saber mi nombre, y más en ese momento que me sentía, como dije, la reina de las intelectuales. “Ch, ch”. Otra vez. ¿Cómo era posible? ¡Estaba en una librería!
Tocaron mi hombro, volteé y vi a un hombre con uniforme de policía que dijo: “Deja tu mochila, amiga”. ¡Pa’ mis pulgas! “No nos conocemos, ¿por qué me habla de tú? No soy su amiga y no es una mochila. Es mi bolsa.”
“Sí, por eso, pero está muy grande.”
“No la puedo dejar ¿Cómo voy a pagar lo que compre, si aquí traigo todo?”
“No, por eso,” (¿por eso, qué?) “pero no puede pasar”.
Se atrevió a tomar una de las agarraderas de mi bolsa (que en absoluto parece una mochila) y empezó a tirar de ella.
“No haga eso. ¡Es mi bolsa!”
“Si, por eso.” (¿por eso, qué, idiota?) pero no puede pasar.
“Sí puedo.”
“No puede.”
Ya era tal el jaloneo, que me sentí ridícula y solté mi bolsa provocando que el hombre cayera al suelo.
Quise reírme y en eso llegó el bendito surrealismo de la vida en mi país. La voz de mi madre gritando, que provenía de mi bolsa: “¡Hija! ¡Nena! ¿qué pasa?”
El hombre seguro pensó que yo era una hechicera o algo así. Yo grité hacia la bolsa: “¡Este bruto, mamá, que no me deja meter mi bolsa y me la quiere quitar!”
Y mi madre, siempre tan autoritaria, con su amplio sentido de justicia y sin entender realmente lo que pasaba, gritó: “A ver, joven ¿qué no ha oído hablar del respeto? ¿no tiene usted una madre que le enseñe lo que es correcto?”
La cara del hombre se volvió la de un niño regañado y empezó a responderle a mi bolsa: “No, disculpe. Son las órdenes, doña.”
“Pues yo le doy a orden de que le dé su bolsa a mi hija en este instante.”
“Si, doña. Aquí tiene, señorita, disculpe.”
La tomé dignamente, como lo haría la verdadera reina de las intelectuales y entré a la librería con una enorme carcajada interna a penas controlable. Compré algunos libros le regalé uno al policía: “La risa, la mejor medicina.” No lo he leído.
No es que sea buena, no lo hice para alegrarle el día; lo hice porque me dio risa.
2003.
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