miércoles, octubre 04, 2006

Para mi papá.


No está muy bien escrito, pero vale porque se lo hice a mi papá como regalo de cumpleaños en el 2004.



Cuento dedicado a Don Antonio de Jesús de la Valenzuela García y Carranco Velderrain Gil Samaniego Otero de la O y familiares que lo han acompañado, que lleva por título "Sal", o "A medio llano", o, ¿por qué no? "Los Busanos de la Alegría" con motivo de su cumpleaños de parte de su iga* Mine.

*Palabra que usamos mi papá y yo para recordar mis primeros errores ortográficos.



En el pueblo se daban tres pitazos: a las ocho de la mañana, cuando todos debían empezar sus labores; a las doce del día, cuando se debía empezar a preparar la comida, y a las seis de la tarde, para que las labores terminaran y todos se encaminaran a sus casas, pues también a esa hora salía el último camión que iba desde el centro del pueblo hasta que empezaba el llano.
El niño de pantalón corto que vivía donde el llano terminaba, regresaba siempre a casa acompañado de su madre, quien le prometía a diario una moneda de cincuenta centavos que nunca le entregaba, ni siquiera se la mostraba, pues cuando el niño decía: -Otra vez me saqué diez.- la madre respondía: -Te mereces la moneda, pero es más importante merecer el Reino del Señor. Si yo te doy esa moneda, y de veras que quiero hacerlo, al momento de sentirla en la palma de tu mano podría empezarte a quemar como castigo de uno de los peores pecados: la avaricia. Y si te salvaras de ésa, al momento de golosamente comprarte un dulce con ella, en ese contacto de tus manos con las del vendedor, te darías cuenta de lo cerca que estarías del demonio, pues descubrirías que el hombre, en vez de una mano tendría una pata de guajolote cuyas uñas te apretarían hasta hacerte sangrar tanto, que morirías ahí mismo. ¿Por qué no mejor donas esa moneda para los hábitos de las monjitas? Ellas lo necesitan y merecen más que nosotros.-

¿Qué se podía esperar? El niño de pantalón corto, temblando, cedía...todos los días.

Cerca de la terminal estaba la panadería del Señor Camote, donde la madre compraba diariamente tres piezas de pan, se las daba a cargar al niño y regresaban despacio a su casa para esperar al señor de la casa, el padre del niño, quien llegaba unos diez minutos después.

Los sábados todos los niños vecinos salían a jugar pelota después de comer. Cuando la madre del niño se iba a entregar los hábitos que hacía para las monjas o a cuidar a algún moribundo, él salía también a jugar pelota a escondidas. Sin embargo, cuando ella estaba en casa, el niño debía estudiar su libro de catecismo y repetir de memoria la lección. Después rezar el rosario, comer su pieza de pan, besar a su madre en la mejilla y a su padre en la mano, e irse a dormir.

Uno de los días de libertad en que su madre había salido, jugando llegó a esos segundos sagrados de concentración para patear la pelota y atinar en el lugar indicado, cuando sintió una mano que con dos dedos lo tomó de la patilla izquierda y tiró de ella. El niño comenzó a temblar, pues su madre ya le había advertido que el demonio se les aparecía a los niños que jugaban cuando era tiempo de estudiar.
Cuando la mano lo alejó de la pelota y lo soltó, el niño volteó para por fin conocer la cara del monstruoso ser, y vio la cara de su madre que había llegado más temprano que de costumbre.
-Parece que te quieres condenar.-
El niño se libró de su estado ilusorio y sintió coraje de no haber podido chutar y de que sus amigos lo hubieran presenciado todo. Se le aguaron los ojos y reclamó: -Amá, ¿qué tiene?-

La madre se apresuró a entrar a la casa y el niño la siguió sin prisa. Al entrar la escuchó rezando rápido, muy rápido en voz alta. Se acercó a ella extrañado y ella dijo casi llorando: -¿Lo sentiste? Cuando te llegó el enojo vi clarito que el diablo se te montaba en los hombros y te enroscaba la cola por el cuello mientras sacaba lumbre por los ojos.-

El niño se quedó inmóvil intentando ver si la cola o la lumbre aún podían ser sorprendidas por el rabillo del ojo. Se arrodilló junto a su madre, la abrazó y empezó también a rezar.


Él seguía sacando dieces, pero ya no lo mencionaba pues sabía que los cincuenta centavos no llegarían y porque sabía que esa era su obligación. Los nueves, en cambio, debían ser mencionados para recibir los cinturonazos correspondientes y después rezar los tres rosarios para pedirle perdón a Dios por ser malagradecido y no aprovechar las ventajas de tener casa, vestido, sustento y además educación.

Llegaron las vacaciones y el niño de pantalón corto tenía permitido ir los domingos a jugar con su primo mayor a aventar piedras a la presa.
Tiraban uno y uno. Competían por ver quién la tiraba más lejos, quién más alto y quién hacía más patitos.

Uno de esos domingos, los niños interrumpieron el juego más temprano que de costumbre, pues no resistieron las ganas de ir a platicarles a sus padres que cuando el mayor hizo su tiro, la piedra desvió la ruta esperada, voló muy despacio formando un círculo y después cayó.
Los niños, sin decir nada se miraron y salieron corriendo.

En casa del niño de pantalón corto se encontraban las madres de ambos cosiendo hábitos. Ellos entraron gritando lo ocurrido muy emocionados. -...yo nunca había visto que una piedra no cayera!-
Terminado el relato, las visitas se retiraron. El niño esperaba ya su pan de la cena y lo que recibió fue una bofetada. -¡No es para sentirse orgulloso! Sabrá Dios qué pensamientos estabas teniendo que con ellos pediste la presencia del demonio. No hay pan para los que se alejan del Señor. ¡Reza! Reza por que no te salga el animal por debajo de la cama mientras duermes.-

Empezó a ser cada vez más difícil para el niño conciliar el sueño; y cuando terminaron las vacaciones comenzó a esmerarse aún más por obtener dieces.
Cada vez que pensaba en la posibilidad de obtener una moneda a cambio, comenzaba a brincar mientras rezaba, esperando que el pensamiento maligno y avaro saliera de su cuerpo por fuerza de gravedad.

Algo parecido le ocurría cuando sentía enojo o coraje. A la menor sensación comenzaba a temblar intentando ver la cola del animal enrollarse por su cuello.

Intentando dominar sus pensamientos y sentimientos, pasaba el tiempo preguntándose cómo haría su madre para ser tan buena, y tuvo la idea de proponerle que ya no gastara su tiempo en ir por él a la escuela, pues ese tiempo lo podría utilizar en lavar los hábitos. Así que al día siguiente, en cuanto dieron el pitazo de las seis, el niño salió de la escuela y alcanzó el último camión.
Era sencillo y agradable. Se sentía seguro pues veía a las mismas personas todos los días, incluyendo al teporocho malhablado que con la cara descompuesta y la dentadura incompleta, cantaba: “Los busanoooos de la alegrííííííííaaaa...” quien siempre atemorizaba al niño por su parecido con el diablo.

Un día de mucho, mucho calor, salió de la escuela con la boca tan seca que tuvo que comprarse un vaso con jícama con la moneda destinada para pagar el camión.

Sintiéndose mejor del cuerpo, se empezó a sentir mal del alma. Había gastado el dinero que su madre le había confiado, pecando así de traición y desobedeciendo varios mandamientos: No estaba honrando a su padre ni a su madre, pues hacerlo implicaría haber respetado la instrucción de usar la moneda para lo establecido por ellos; había cometido un robo, había codiciado lo ajeno, y además de todo, había sido goloso.

Era muy claro que una vez dentro del camino del mal, era imposible volver al bien, pues el siguiente paso era forzosamente la mentira.

Corrió lo más rápido que pudo hacia su casa para que nadie notara que no había tomado el camión. Cuando llegó a la terminal todavía alcanzó a ver a varios hombres que solía encontrarse en su regreso diario, lo cual indicaba que no llevaba mucho tiempo de retraso y que nadie sospecharía de su pecaminosa acción.

Recuperó el ritmo de su paso. La angustia, la culpa y la carrera le habían provocado hambre y deseaba llegar a la mesa de su casa a comer su pieza de pan.
-¿De cuál habrá comprado hoy mi amá?- En eso vio justa y milimétricamente a la mitad del llano la figura de su madre, vestida de negro pues llevaba luto eterno por estar siempre en contacto con moribundos. -A penas va por el pan. ¿Será muy temprano?-
Se encontraron en un punto, él la saludó con un beso en la mejilla, como era su obligación. Ella se mostró seca, más aún que otras veces. Él sintió miedo de que su actitud se debiera a que alguien lo hubiera visto corriendo por las calles y se lo hubiera comunicado de alguna manera.

Decidió correr nuevamente para poner la mesa antes de que su madre regresara con el pan y así agradarla un poco para aminorar el regaño, si es que éste llegaba.
Abrió la puerta de un empujón y vio a su madre sentada a la mesa , con tres piezas de pan en un plato y a su padre tomando café con leche.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué no saludas?-
Besó la mano de su padre y la mejilla de su madre...¿otra vez? Al hacerlo percibió el olor y la temperatura de la mujer, que coincidían con lo que había percibido a medio llano.
-¿Esta es mi amá? ¿o la otra? ¿o a quién besé?- pensó aterrado.

Elucubró varias explicaciones de lo que había pasado. Una opción, la más lógica, era que el demonio se había vestido como su madre para poderlo besar y así condenarlo. La otra era que realmente su madre tenía el poder de saber siempre los pecados de su hijo, lo cual lo hizo sentir pavor, pues nunca podría librarse de su presencia. Y la última era que su misma culpa lo hacía ya tener visiones. ¡Pero había sido una visión de carne y hueso! con la misma ropa negra, el mismo olor, la misma manera de caminar y de mirar.

Esperó a ver si ella le mencionaba algo, pero no fue así. Pensó en platicarlo, pero recordó la bofetada que había recibido después de contar la historia de la piedra que no cayó, y decidió no hacerlo.

Ahora sí estaba condenado, ya fuera por haber besado al demonio o por haber llegado a ese punto de silencio que escondía ya dos verdades.
A manera de penitencia permaneció en silencio dos días, intentando escuchar alguna señal en su interior; algo que le explicara lo ocurrido o que lo ayudara a volver al camino del bien.

Estudió mucho su catecismo, rezaba más que nunca, acompañaba a su padre cuando iba de cacería para ayudarlo, ponía la mesa. Necesitaba convencerse de que aún le quedaba algo de bondad.

Cada día le agradaba más el silencio, por lo que gustaba de salir a oír el cielo, los colores y las matitas de orégano. Lo hacía a escondidas cuando sus padres estaban ya dormidos, y comprobó que su madre no se aparecía cuando él desobedecía.

El niño de pantalón corto sacó un nueve en la escuela. Esta vez los golpes le dolieron más que nunca, porque lo lastimaba ser despojado de su ahora acostumbrado silencio.
Lloró, lloró mucho, lleno de coraje, quizá de odio. Salió de su casa para recobrar un poco de silencio, pero su madre lo alcanzó y le dijo: -Te espero adentro. Si te quedas aquí te va a salir el animal por entre las matas. De veras parece que te quieres condenar.-

Y sí, seguro que se iba a aparecer, pues así había sido, no cada vez que desobedecía, sino cada vez que su madre le decía que se le iba a aparecer.

Con esa rabia, esa lumbre que ahora él sacaba por los ojos y esa necesidad de silencio y verdad, tomó dos piedras grandes con sus manos temblorosas, fue a la parte más oscura del llano y sudando gritó con todas sus fuerzas: -¡Ahora sí sal, hijo de la chingada, que te voy a partir tu madre!-

Escuchó su voz tan valiente y tan honesta, que se sintió orgulloso. Se dispuso a escuchar la respuesta del animal o por fin el silencio. Pero nada de eso llegó. Lo que escuchó fue el canto del llano. El cielo lo saludaba augurándole gloria y felicidad con los sonidos más dulces que su cuerpo podía captar. Claramente entendió lo que cada hoja, cada flor, cada piedra y cada diferente color dorado del trigo le decían, y después, el Universo entero le gritó; "Ésta es la verdad. Tú eres la verdad."

Desde entonces, no más diablo, no más culpa, no más miedo.
El niño pudo dejarse crecer los pantalones.


Noviembre, 2004

1 comentario:

José Luis dijo...

Wow!!!!

Excelente texto.... me recordaste al gran maestro Horacio Quiroga.

Me quito el sombrero.

Saludos desde Monteerrey, México.