Con todo mi corazón para Marcos Lucero.
Juana no quería levantarse. Pensaba desde su celda con vista al valle cómo habrían vivido sus hermanas Josefa María y María en San Miguel de Nepantla.
Se dio cuenta de que la desdicha y la felicidad eran la misma cosa.
Sus hermanas serían a caso felices por no perder lo que más amaban, pues no había nada que amaran más. En cambio ella, con esa manera enloquecida de amar, sentía que perdía algo cada segundo.
Ella no comía queso porque sabía que entorpecía la mente, y así con la mente sin torpezas, podía ser feliz leyendo, escribiendo... y sus hermanas tan dichosas podían comer queso todos los días, pues no había nada que entorpecer. Pero a Juana la cautivaba tanto el queso...
El ave de las cuatro y media le dijo -Ya, Juana, hermosa, es la hora- y con pocas ganas se levantó para darse un baño. Gozaba viendo cambiar sus pezones al contacto con el agua fría. Acostumbraba dibujar con el dedo una L en la espuma que cubría su cuerpo y ver cómo se desvanecía al enjuagarse.
-Qué poco duran mis placeres- pensó. -Y hoy les daré fin a todos.-
¿Desdicha o felicidad tener placeres que aniquilar?
Era el día que más enfriaría su alma. Donaría sus tesoros al Arzobispo Aguiar y Seijas para q los vendiera y diera limosna a los pobres. Esos pobres tan pobres que no conocían las letras.
¿Desdicha o felicidad no conocer las letras? ¿Desdicha o felicidad amar con las entrañas y entregar el objeto amado?
De haber sabido la intensidad de este dolor de desamor ¿habría entablado su pasión con los libros?
“[...]Si los riesgos del mar considerara,
Ninguno se embarcaría[...]”
Vistió el Hábito con olor a naftalina y rosas, bajó las escaleras de madera para entregar la llave de su celda a quien se encargaría de sacar todo de ella.
Juana no quería estar presente y realizó todos los trabajos que pudo, esperanzada de alejar el pensamiento de su cuerpo. Pero su mente volaba y por desgracia, a pesar de no estar en cuerpo en su celda, pudo ver cada instante de la amputación a su alma.
Terminó pues el momento y la llamaron a recoger su llave. Notó al extender su mano para recibirla, que ya era más delgada.
Subió sin hacer ruido, con el llanto más llanto que había sentido y entró para conocer la vida sin sus libros. No pudo siquiera llegar a la cama, pues sus blancas piernas se vencieron y se desplomó en cuanto cerró la puerta.
Quiso rezar, pero no pudo. -Qué lejos se siente Dios cuando no hay un libro cerca.-
Sintió cómo la respiración no era cosa de narices ni de pulmones, sino cosa de cadera. Su cadera empezó a respirar como nunca y ahí, en ese momento recordó que era una mujer, y que no quería serlo sin sus libros y sus tintas.
Se descubrió la cabeza y quiso extirpar su cerebro sin atrofiar, sus cabellos negros sin mostrar. Se quitó el Hábito, no sin antes cerrar las cortinas y desnuda se acostó en el piso frío. Era agradable. ¿Merecía sentir algo agradable una mujer sin libros?
Sintió ese dolor que puede causar tener los ojos abiertos, y los cerró dos horas. No dormía. Sólo sentía.
¿Desdicha o felicidad sentir la muerte después de tanta y tanta vida?
Toqué a su puerta. No me abrió. A través del picaporte le dije en voz baja –Juana, ayúdame. Tengo las manos llenas de sangre.-
Se arrastró y deslizó la llave por debajo de la puerta para que yo abriera, y lo hice.
Juana estaba desnuda, tirada, con los ojos cerrados e hinchados de dolor.
-No tienes que hablar, Juana Inés de mi alma. Sólo déjame lavar mis manos y recibe esto que te traigo. Son 12 de tus libros. No pude cargar más.-
Juana abrió los ojos. Vio mis manos ensangrentadas y acercó el balde y una esponja. Talló primero mis manos y luego mi cuerpo entero con agua, jabón, lágrimas, lengua y piel.
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