Mencionaré unos cuantos, de miles, miles de primores.
Un señor: es impresor, pero de imprenta vieja. Tiene un solo cliente que cada año le manda a hacer sus tarjetas de presentación. Ese cliente se dedica a hacer pelucas. El impresor cuenta que (uso sus palabras y sólo cambio la persona gramatical) está divorciado y aunque le gusta andar de novio, procura no conquistar a muchas muchachas porque no ha tenido suerte en el dinero últimamente, y sabe que el amor pide capital. Y le parece correcto. Así que cuando quiere sentirse importante, mejor se pone a recordar cuando estaba comiéndose una concha de las blanquitas, viendo a Jacobo dando las noticias y dijo que habían encontrado los restos de Sor Juana por ahí, por su casa. Si se apuraba, llegaba en cinco minutos al lugar de los hechos. Salió de su vivienda en la esquina de Isabel la Católica y Regina, ah, pero el portón está del lado de Católica, rumbo a Izazaga, que está a una cuadra. Fue el primero en llegar a parte de los especialistas. Alcanzó a ver esa cosa grande que usaba Sor Juana. Luego tan famosa que se hizo, y él hasta alcanzó a ver un hueso. El cree que de una pierna, porque era largo.
Si, ya sé. Pero si se lo encuentran y les cuenta, créanle, por favor.
Otro señor: en vez de cuadros colgados, tiene jaulas con pájaros exóticos y prohibidos. Seguramente carísimos, aunque vive en la miseria. Esa miseria con antena de Sky que tanto se ve en el centro.
Una señora: es la tercer generación de porteras de esa vecindad. Tiene muchas plantas, la mayoría en macetas de barro. Están colocadas estratégicamente, porque son las que le avisan cuando se llega a meter algún condenado. Como las cuida y ven mucha gente, crecen mucho. Pero no son lo único que aumenta de tamaño en esa zona misteriosa... entre las plantas hay un tubo, cuyo diámetro mide más o menos como el de una tortilla. Ese tubo también crece y lo riega de pasada cuando riega sus macetas. Su hijo ya lo rebajó un metro veinte, pero todavía le falta. Tiene encima del tubo creciente, una pequeña maceta sostenida con cadenitas, para que así, en el instante en que crezca, la maceta se caiga, haga ruido y ella se entere del momento exacto.
Si, ya sé. Es el hundimiento del centro. Pero igual hay que regarlo.

Y la estrella de mis lugares es la vecindad rosa. Del suelo y un metro hacia arriba, es rosa mexicano; de ahí para arriba, rosa claro. Al entrar se ven los lavaderos y una pared que dicen que no sirve para nada, con abertura en arco, que también dicen que no sirve para nada. ¿Qué es servir para algo? En la vecindad rosa viven 49 familias y varios perros.
Las mujeres organizan los tendederos para que estén todos los pantalones de todos los hijos y maridos juntos en un lado; en otro, todas las playeras; por allá, todos los calcetines. 49 juegos de varias prendas iguales, todas juntas. Así que al entrar y mirar hacia arriba hay algo muy superior a cualquier instalación de artista plástico. De esos que, por cierto, también andan por el centro.
Una vez de tantas en que fui a visitar los tendederos, no encontré ropa colgada, sino un estupendo techo rojo... formado por varios... capotes de torero... que descansaban extendidos en los barandales y mecates. Un minuto habré pasado boquiabierta, hasta que vi a un hombre cepillando uno de ellos y al ver mi cara me dijo "¿Quiere subir?”
Claro, subí de inmediato...
...Subí por las escaleras de la vecindad rosa sólo con el cuidado necesario para no pisar las colas de los gatos, que no son de nadie. El hombre seguía cepillando el capote, como si mi presencia en nada cambiara el ambiente del lugar.
Ya que llegué junto a él, me miró de arriba a abajo, se dio la media vuelta y entró a una de las muchas puertas escarapeladas que rodean la vecindad. Supuse que eso quería decir que me invitaba a pasar, y lo seguí.
La pequeña vivienda tenía una distribución muy distinta a la que siempre tienen las casas. Primero me pareció absurda, pero luego pensé ¿por qué todas las casas estarán distribuidas siempre igual? tal vez a alguien le guste recibir a las visitas en la cama, y esconder celosamente su cocina. Así que dejó de ser absurda. (Es lo que el centro le hace frecuentemente a mi cerebro.)
A la entrada había una gran televisión cuya base era una lavadora. En el suelo había un jarrón grande y feo, lleno de rollos de papel y algunas pañoletas corrientes y coloridas.
Salieron a saludarme Pato, que era un perro, y Gato, que era un pato. Y entonces comencé a entender, si había algo que entender.
Me tomé el atrevimiento de avanzar hacia donde en otras casas sería la recámara y vi, como estatuas ante otra gran televisión, a siete enanos. Lo juro, lo juro ¡lo juro!
Dije buenas tardes, pero Pato y Gato me hicieron más caso, por eso que les pasa a la mayoría de las personas cuando ven una pantalla. (¿Se han fijado que en el Metro cada quién va mirando para algún lado o para ninguno, pero en cuanto entra un mamarracho vendiendo discos pirata formato “DVDVCD” (¿?) con su aparato carísimo para reproducirlos, todos voltean a ver la pantalla, y hasta se mueven para ver mejor, y dejan de hablar? Bueno, yo sí, y me entran ganas de matar.)
El hombre cepillado de capotes se dirigió al jarrón y sacó uno de los grandes rollos y algunos papeles tamaño media carta. Me los dio. Me dio a entender sin palabras, ni movimientos, ni miradas, que debía retirarme ya. Le di las gracias y salí pasmada.
Esa peculiar familia se gana la vida vistiéndose de torero con maquillaje de payaso y haciendo suertes y acrobacias brincando de un toro a otro. El toreo cómico es toda una tradición... desconocida.

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